Caminaba entre la gente intentando evitar el tumulto de las fiestas que se estaban celebrando. Sin darse cuenta, acabó metiéndose en un entramado de calles adoquinadas, que terminaba exactamente en el lugar del que huía. Se oía mucho ruido de fondo y según avanzaba, un grupo de personas corría hacia donde ella se encontraba. Todos venían con prisas, asustados, huyendo de lo que pudo identificar como disparos.
A paso ligero, se desvió por un callejón oscuro, intentando esquivar a los militares que estaban justo delante suyo, cogiendo un atajo que iba parar al patio trasero de una vivienda que parecía deshabitada. Subió los cuatro escalones que daban a la segunda altura de ese patio, prácticamente intransitable al estar lleno de maderas podridas, quemadas y partidas, y restos de periódicos viejos. Curiosamente, éstos estaban secos tras días de lluvia abundante. Saltó a la parte descubierta de ese escondite improvisado, que lindaba con la ladera de la montaña, y examinó la zona encontrando una reja rota que separaba el terreno arenoso, de la casa.
Volvió a por ellos, todos la esperaban resguardados en ese patio cubierto y, susurrándoles, como si estuviera contándoles un secreto, les dijo que no pensaba quedarse a esperar a ver que sucedía, ni mucho menos a que le pegaran un tiro sin preguntar. Les tendió una mano a los que decidieron seguirla, insistiendo en que lo hicieran en silencio. Debían huir sin ser escuchados. Debían ser liberados.